viernes, 17 de marzo de 2017

APUNTES DEL ROMANTICISMO

EL ROMANTICISMO



Caspa David Friedrich, El caminante sobre el mar de nubes (1817-1818)




1. ORÍGENES

“El romanticismo es una revolución artística tan grave y trascendental que sobrepuja al mismo Renacimiento”, ha dicho Julio Cejador en su Historia de la Literatura y la Lengua Castellana.

Recordando los hechos en síntesis, hay que señalar en política tres grandes revoluciones que representan el origen de un nuevo orden social. Con ellas, la Libertad reemplaza a la Tiranía, el poder Absoluto se limita por un cuerpo de derechos colectivos e individuales; la democracia se erige en ideal de gobierno y se sientan las bases del liberalismo, tanto industrial como político

Paralelamente, en el orden cultural, un grupo de filósofos y de escritores minan el imperio absoluto de la razón, de las Reglas, del Clasicismo, ampliando enormemente el abanico de la Realidad. En Alemania aparecen pensadores y filósofos de la talla de I. Kant, Lessing, Herder, Goethe, etc. que renuevan todo el pensamiento crítico y la literatura de la época. En Inglaterra Locke y Berkeley exponen las doctrinas del liberalismo político y del idealismo filosófico y hay críticos tan importantes como W. Wordsworth y S.T. Coleridge.

Cabe decir que en 1800 están firmemente establecidos en Inglaterra y Alemania los caracteres fundamentales del Romanticismo. Después de esa fecha, una generación más joven se encargará de desarrollarlos plenamente: Lord Byron, los Schleguel, Heine, Hoffman, etc.
En Francia el Romanticismo adquiere un carácter más conflictivo debido al inmenso prestigio y fuerza del Neoclasicismo y del Antiguo Régimen. Cuando el movimiento se hace liberal y agresivo es con las figuras de Victor Hugo y Saint-Beuve.


2. CARACTERÍSTICAS GENERALES

A modo de resumen, estas son las notas que definen al Romanticismo:

a) Se trata de un movimiento originado en Alemania e Inglaterra a finales del siglo XVIII y que se extiende por Europa en las primeras décadas del siglo XIX.

b) Implica el fin del orden clásico con su dominio de la monarquía absoluta, la razón y la regla, instaurando en cambio la democracia, la libertad y la voluntad individual.

c)Predomina el yo y el idealismo frente a la realidad exterior.

d)Se considera superior lo popular a lo aristocrático.

e) Se practica el culto al nacionalismo frente a las pretensiones universalistas.

f) Se reivindica el cristianismo y la historia europea frente al prestigio greco-romano.

g) Se imita a modelos nuevos como Dante, Shakespeare, Calderón frente a los clásicos antiguos.


3. ESPAÑA, PAÍS ROMÁNTICO

Los extranjeros tendieron siempre a considerar a España como un país típicamente romántico. Se han basado para ello en diferentes razones, unas históricas y otras sentimentales. Se habla por ejemplo de su espíritu caballeresco, del apego a la tradición, del sentimiento patriótico, de Don Quijote y Don Juan, del espíritu religioso y erótico de sus mujeres, etc. Pero no solo les admiró el pasado, sino, y sobre todo, el pueblo: primitivo y generoso, fanático y rebelde, con seres sobrevivientes de un mundo desaparecido en otros lugares.

4. LÍMITES DEL ROMANTICISMO

Entre 1800 y 1814 los españoles ya pudieron enterarse de cosas tan románticas como el mal del siglo, la belleza del cristianismo y la vuelta a lo medieval. Pero los años gloriosos del movimiento van desde 1834 hasta 1844, una década apenas, que se inicia con una obra de teatro, La conjuración de Venecia, y acaba con otra, Don Juan Tenorio, de Zorrilla. Entre las dos fechas escribe Larra muchos de sus artículos, Espronceda sus poesías, Hartzenbusch, y el propio Zorrilla su mejores dramas.

La dificultad surge al querer ponerle punto final. Se dice que La Gaviota, de Fernán Caballero, marca el comienzo del Realismo, pero se continúa llamando románticos a Bécquer y Rosalía, que no escriben antes de la década de 1860, negando tal calificativo a Campoamor, bastante anterior a ellos. La confusión deriva básicamente de una concepción errónea del Romanticismo: suele identificarse el Romanticismo con sus primeras y un tanto estridentes manifestaciones o con un sentimiento lánguido, pesimista y soñador. Pero el Romanticismo como movimiento de amplitud revolucionaria, como gran corriente histórica, no puede ni debe ser restringido a una o dos de sus cristalizaciones literarias. Se podría decir que el Romanticismo está vigente desde 1800 hasta hoy. ¿No es romántica la libertad irracional de los surrealistas o la desmelenada angustia de los existencialistas?

Pero en historia literaria, el término Romanticismo se reserva a un período muy definido del siglo XIX en España, que va de 1830 hasta 1850 aproximadamente.

5. TEMAS ROMÁNTICOS

Los románticos españoles prefirieron unos cuantos temas que coinciden en su fondo y en su enfoque con los del romanticismo europeo. Naturalmente, tuvieron que adaptarlos a la idiosincrasia del país, nacionalizarlos. Para estudiarlos, cabe agruparlos en tres categorías: la historia, los sentimientos y los problemas sociales.

5.1. LA HISTORIA

La literatura romántica es en gran parte histórica. Pero los románticos no se interesaron por la historia greco-rromana, sino por la nacional, diferenciándose así de los clasicistas. Por otro lado, incorporaron a la corriente un género que había quedado marginado, por no ajustarse a las reglas, la novela.

Pero la historia se transformó en ejemplo, en espejo reflector del presente. Algunas de las obras románticas son índice de los problemas de su tiempo. Tal es el caso del Macías, de Larra, o de La conjuración de Venecia, de Martínez de la Rosa, sobre los males de la tiranía.

Privó la historia nacional y la época preferida fue la Edad Media. Así, se revivió el ambiente caballeresco, con sus damas y sus trovadores y sus torneos. Y no faltan los templos góticos, el fanatismo, las pruebas de dios, la brujería.

Dentro de lo medieval reviste un carácter especial el mundo árabe: se captó el esplendor del califato cordobés, las intrigas decadentes del reino moro en Los amantes de Teruel, por ejemplo, y los últimos días sensuales y trágicos de Granada.

5.2. LOS SENTIMIENTOS

Como en todas las épocas, están presentes los grandes sentimientos del hombre ante una serie de valores básicos: el amor, la religión, la vida y la muerte.

·El amor fue uno de los valores clave para los románticos. No fue un amor sereno, sino un amor desatado, furioso, ciego. Es un amor que ha perdido un poco el contacto con lo real y se ha convertido en un fenómeno absolutamente subjetivo, de carácter incluso posesivo y neurótico.

Dos formas suele revertir ese sentimiento: la sentimental y la pasional. La primera consiste en una actitud de melancolía, de tristeza íntima, cuyos ingredientes son el alma tímida del poeta y la mujer sagrada e imposible. El amor pasión fue vivido ejemplarmente por Larra. Surge de repente, y se plantea en términos de todo o nada. Para hacerlo posible, cuando es imposible, se reclama la libertad del corazón y el derecho de la mujer a escoger compañero. Es un amor que suele acabar mal, en muerte trágica, como en Don Álvaro, El Trovador o Los amantes de Teruel.

En relación con el amor surge una estima diferente de la mujer. Es usual verla como ángel de amor, inocente, hermosa. Así canta Espronceda a Teresa inicialmente. En el punto opuesto, puede ser también un demonio, criminal, vengativa, que arrastra a la muerte y la destrucción. Inés en Don Juan y Zoraida, en Los amantes de Teruelsimbolizan las dos imágenes contrapuestas.

·La religión se les presenta a los románticos españoles bajo una doble perspectiva: como sentimiento y como institución. El sentimiento religioso no es firme, ni sólido. A él se dirige el escritor en busca de consuelo, de apoyo en su dolor, o en su soledad; pero emplea tal retoricismo en la invocación que suena falsa. Más parece un ejercicio literario que un grito desgarrado del alma. No hay profundidad ni sinceridad.

Con los románticos, en cambio, aparece la rebeldía frente a Dios, ese ser que ha hecho al hombre tan desgraciado. El don Juan de Zorrilla le increpa en más de una ocasión. La rebeldía trajo como consecuencia la reivindicación del diablo. El satanismo en España encontró lugar en El diablo mundo de Espronceda, y en el Don Juan Tenorio se insinúa la idea de que este es el mismo Satanás o posee poderes satánicos.

La religión como institución también atrajo la atención: se condena la Inquisición, las intrigas de las órdenes religiosas, el nefasto dominio del clero. Pero hay aspectos más positivos, como el descubrimiento de la belleza de los templos medievales y la moda de lo gótico.

· La vida para los románticos se presenta negativamente: no es un bien, sino un mal. El alma romántica es un alma atormentada, triste, moralmente enferma. El pesimismo lo envuelve todo. Las consecuencias de esta actitud son el desprecio por la vida, las aventuras y las hazañas peligrosas, las acciones heroicas donde se pueda perder: así obra don Álvaro tras su fracaso, por ejemplo. En consecuencia, la muerte es la gran amiga de los románticos. Es la libertadora, la que trae la paz al alma atormentada.


5.3. PROBLEMAS SOCIALES

La literatura romántica es una literatura comprometida. El artista se vuelve hacia la sociedad en que vive y toma conciencia de sus problemas. Profeta de su tiempo, denuncia y amenaza.

Se proclama la libertad como eje de la vida pública y privada. Políticamente se convierte al pueblo en origen y depositario del poder. Desde él se critica el absolutismo monárquico y triunfa el ideal liberal y burgués. Y, en consecuencia, se prefiere el yo a la colectividad y se admira a tipos rebeldes, que encarnan una permanente protesta con su negación a integrarse en la sociedad: el bandolero, el pirata, el mendigo

Finalmente, cobra una nueva dimensión la conciencia nacionalista. Hay en España, por ejemplo, un evidente orgullo por haber derrotado a Napoleón. En casos como el de Larra, esto lleva a desear la creación de una nación ideal, tan avanzada como cualquiera de Europa. Y dentro de España, como rechazo a esta, se produce el fenómeno del regionalismo o nacionalismo centrífugo: Galicia, Cataluña y el País Vasco se sienten cada vez más entidades específicas y reclaman la revalorización de sus lenguas y culturas.


6. EL LENGUAJE

Toda renovación literaria se manifiesta primariamente en el uso de ciertas técnicas constructivas y en el lenguaje. Pueden agruparse para su estudio en este caso en estos apartados:
  • Color local

Los románticos conceden gran importancia al entorno. Dos escenarios son preferidos: la naturaleza y la ciudad. La naturaleza se presenta en sus formas más agrestes, salvajes. No es el jardín cuidado y geométrico, sino el bosque umbrío y lleno de peligros, las montañas escarpadas, etc. De las horas y las estaciones hay predilección por la noche, la primavera y el otoño. En cuanto a las ciudades existe una revalorización de lo sencillo y humilde, y del arte medieval, árabe o gótico. Se escogen ciudades artísticas, cargadas de historia y tradición: Toledo, Granada, Sevilla, Salamanca y Madrid.

  • La fantasía
La fantasía, rigurosamente controlada desde el siglo XVI, renace con el Romanticismo. El romántico quiere romper los límites estrechos de la realidad y remontar el vuelo hacia las inmensas regiones de la imaginación. Justamente porque la realidad no puede adecuarse a la imaginación, sobreviene ese desencanto típicamente romántico, esa angustia existencial.

Varios son los procedimientos con que la fantasía entra técnicamente en la literatura romántica. En primer lugar, el gusto por el misterio y lo sobrenatural. En segundo lugar, se recurre al sueño y la visión, anticipando de alguna manera la exploración del subconsciente. Unos y otros pueden clasificarse en buenos y malos. El sueño o la visión buena se relaciona con el paraíso y presupone la realización de los deseos, el logro de la felicidad. En oposición, el sueño malo o pesadilla, se combina con el infierno y sus símbolos, el horror, la nada, la muerte. El estudiante de Salamanca constituye un excelente ejemplo de sueños y visiones de distinta índole.

  • Procedimientos caracterizadores
Los románticos han creado más tipos que caracteres, es decir, personajes con una serie de notas ya fijadas de antemano, más que personajes con variaciones psicológicas, cambiantes y contradictorios. De esta forma el personaje romántico tiende a ser de una sola pieza.

El héroe romántico responde un poco a la configuración byroniana: apasionado, orgulloso, enamorado, caballeroso y básicamente noble. En el extremo opuesto, el antihéroe es el traidor cruel, el tirano insensible, frío, calculador, los representantes de una autoridad inflexible y ciega, sea el padre que se empeña en marcar el destino de su hija, sea el noble despótico y encerrado en privilegios no compartibles. Todo ello es un claro síntoma de que en esta época los personajes se tratan desde un punto de vista social, como símbolos más que como sujetos.

  • El lenguaje
El Romanticismo cambió radicalmente los procedimientos expresivos. Eliminó, en primer lugar, el sistema de referencias neoclásicas, acabando con la moda de usar denominaciones mitológicas griegas: nombres como Filis, Anfriso, Cardenio, dejan paso a nombres más comunes como Inés, Teresa, Álvaro, Leonor. Los ríos y los montes recobran el suyo: Guadalquivir ya no será Betis.

Por otro lado se rechaza la distinción entre palabras nobles y plebeyas. Toda palabra tiene un lugar en el texto si es necesaria. Y se sustituyó el ideal de precisión lógica por el de colorido y expresividad. Pero si algo define el nuevo estilo es el énfasis. Abundan los signos de interrogación y de exclamación, los puntos suspensivos, el retoricismo. Nada se puede decir con sencillez.




miércoles, 15 de marzo de 2017

BÉCQUER, RIMAS: ACTIVIDADES Y SOLUCIONES







GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

Enlace a las Rimas y Leyendas:

http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/rimas-y-leyendas--0/html/


Lee estas rimas y contesta a las cuestiones:

VII

 Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueño tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo
      veíase el arpa.

   ¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
      que sabe arrancarlas!

   ¡Ay! -pensé-. ¡Cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz, como Lázaro, espera
que le diga: «Levántate y anda!»


XXI

-¿Qué es poesía? -dices mientras clavas
       en mi pupila tu pupila azul-.
¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?
      Poesía... eres tú.


XXIII

 Por una mirada, un mundo;
Por una sonrisa, un cielo;
por un beso... ¡yo no sé
qué te diera por un beso!

XLI

 Tú eras el huracán y yo la alta
torre que desafía su poder:
¡tenías que estrellarte o abatirme!...
      ¡No pudo ser!

   Tú eras el Océano y yo la enhiesta
roca que firme aguarda su vaivén
¡tenías que romperte o que arrancarme!...
      ¡No pudo ser!

   hermosa tú, yo altivo; acostumbrados
uno a arrollar, el otro a no ceder;
la senda estrecha, inevitable el choque...
      ¡No pudo ser!


LXV


  Llegó la noche y no encontré un asilo;
¡y tuve sed!... Mis lágrimas bebí;
¡y tuve hambre! ¡Los hinchados ojos
       cerré para dormir!

   ¡Estaba en un desierto! Aunque a mi oído
de las turbas llegaba el ronco hervir,
yo era huérfano y pobre... ¡El mundo estaba
      desierto... para mí!


ACTIVIDADES

COMPRENSIÓN

1. Responde:
-¿Qué objeto describe el poeta en la rima VII? ¿Qué simboliza ese objeto?

-¿En qué rimas se expresan sentimientos alegres? ¿Qué es lo que provoca esa alegría?


2. En las rimas XLI y LXV el poeta manifiesta tristeza y angustia. Sin embargo, esos sentimientos no tienen la misma causa en uno y otro poema. Explica en qué se diferencian las emociones expresadas en estas dos rimas.

3. Identifica el bloque temático al que pertenece cada uno de los poemas:
-La poesía:
-El amor ilusionado:
-El desengaño amoroso:
-La angustia vital:

ESTRUCTURA

4. La rima VII puede dividirse en dos partes. Di con qué versos comienza y acaba cada una.

5. Fíjate en la métrica de las rimas XXI y XXIII. ¿Qué rasgos comunes observas? ¿Qué efecto provoca la métrica de ambos poemas?

ESTILO

6. En la rima VII se establece un símil entre el genio dormido y Lázaro. Explica en qué se basa esa comparación.

7. La rima XXI se cierra con una metáfora. Explica su significado y relaciona esta imagen con la mentalidad romántica.

8. Explica el uso que se hace del paralelismo y las repeticiones en la rima XLI.

9. ¿Qué rasgos característicos del pensamiento romántico se reflejan en la rima LXV?







SOLUCIONES


1.-Un arpa.
   -La genialidad.

2. En la rima XLI se expresa el dolor por un amor imposible.
    En la rima LXV, la soledad del individuo.

3. La poesía: rima VII.
    El amor ilusionado: rimas XXI y XXIII.
    El desengaño amoroso: rima XLI.
    La angustia vital: rima LXV.

4. 1ª parte: vv. 1-8; 2ª parte: vv. 9-12.

5. Una única estrofa de cuatro versos con rima asonante en los pares. Imita la poesía popular por su brevedad.

6. El "genio" dormido debe resucitar igual que, según la Bibla, le ocurrió a Lázaro.

7. Se identifica a la mujer con la poesía, noción propia de la mentalidad romántica.

8. Marca el contraste entre el poeta y la amada.

9. La sensación de aislamiento se relaciona con el rechazo de la sociedad y el individualismo.

lunes, 13 de marzo de 2017

Don Álvaro o la fuerza del sino. Final de la obra y comentario.






Enlace a Don Álvaro. Leer el final (jornada quinta, desde el v. 2235):

http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/don-alvaro-o-la-fuerza-del-sino--0/html/#inicio

Resumen y comentario:

https://drive.google.com/file/d/0B1JXhmwTFe5vWUp5UmZXSzNKUzg/view?usp=sharing

Lecturas complementarias: Larra



LARRA, Artículos de costumbres

Enlace a todos sus artículos:

http://www.cervantesvirtual.com/bib/bib_autor/larra/

VUELVA USTED MAÑANA

[...]

Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero de estos que, en buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e hiperbólica; de éstos que, o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan intacto como nuestras ruinas; en el segundo vienen temblando por esos caminos, y preguntan si son los ladrones que los han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países.

Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas veces la falta de una causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de haberlas profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza.

Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar. Un extranjero de éstos fue el que se presentó en mi casa, provisto de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos concebidos en París de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le conducían. Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital.

Parecióme el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admiróle la proposición, y fue preciso explicarme más claro.

--Mirad --le dije--, monsieur Sans-délai, que así se llamaba; vos venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.

--Ciertamente --me contestó--. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizados en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince, cinco días.

Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fué bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.

--Permitidme, monsieur Sans-délai --le dije entre socarrón y formal--, permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.

--¿Cómo?

--Dentro de quince meses estáis aquí todavía.

--¿Os burláis?

--No por cierto.

--¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa!

--Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.

--¡Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal [siempre] de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.

--Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.

--¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.

--Todos os comunicarán su inercia.

Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí. Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido; encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos.

Pasaron tres días: fuimos.

--Vuelva usted mañana --nos respondió la criada--, porque el señor no se ha levantado todavía.

--Vuelva usted mañana --nos dijo al siguiente día--, porque el amo acaba de salir.

--Vuelva usted mañana --nos respondió al otro--, porque el amo está durmiendo la siesta.

--Vuelva usted mañana --nos respondió el lunes siguiente--, porque hoy ha ido a los toros.

--¿Qué día, a qué hora se ve a un español? Vímosle por fin, y Vuelva usted mañana --nos dijo--, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio.

A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.

Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones.

Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en este país.

No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola; y el sombrerero, a quien le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de casa. Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!

--¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai? --le dije al llegar a estas pruebas.

--Me parece que son hombres singulares...

--Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.

[…]

Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días tardamos en ver las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de nuestras costumbres; diciendo sobre todo que en seis meses no había podido hacer otra cosa sino «volver siempre mañana», y que a la vuelta de tanto «mañana», eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.

¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de abrir los ojos para hojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa; abandonar más de una pretensión empezada, y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza. Y concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo, que llamé «Vuelva usted mañana»; que todas las noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones: «¡Eh!, ¡mañana le escribiré!». Da gracias a que llegó por fin este mañana que no es del todo malo: pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!







EL CASTELLANO VIEJO

Andábame días pasados por esas calles a buscar materiales para mis artículos. Embebido en mis pensamientos, me sorprendí varias veces a mí mismo riendo como un pobre hombre de mis propias ideas y moviendo maquinalmente los labios; algún tropezón me recordaba de cuando en cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de un gesto de admiración de los que a mi lado pasaban, me hacía reflexionar que los soliloquios no se deben hacer en público; y no pocos encontrones que al volver las esquinas di con quien tan distraída y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron conocer que los distraídos no entran en el número de los cuerpos elásticos, y mucho menos de los seres gloriosos e impasibles. En semejante situación de mi espíritu, ¿qué sensación no debería producirme una horrible palmada que una gran mano, pegada (a lo que por entonces entendí) a un grandísimo brazo, vino a descargar sobre uno de mis hombros, que por desgracia no tienen punto alguno de semejanza con los de Atlante?



No queriendo dar a entender que desconocía este enérgico modo de anunciarse, ni desairar el agasajo de quien sin duda había creído hacérmele más que mediano, dejándome torcido para todo el día, traté sólo de volverme por conocer quien fuese tan mi amigo para tratarme tan mal; pero mi castellano viejo es hombre que cuando está de gracias no se ha de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que siguió dándome pruebas de confianza y cariño? Echome las manos a los ojos y sujetándome por detrás:
-¿Quién soy? -gritaba alborozado con el buen éxito de su delicada travesura-. ¿Quién soy?
«Un animal», iba a responderle; pero me acordé de repente de quién podría ser, y sustituyendo cantidades iguales:
-Braulio eres -le dije.
Al oírme, suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares, alborota la calle y pónenos a entrambos en escena.
-¡Bien, mi amigo! ¿Pues en qué me has conocido?
-¿Quién pudiera sino tú...?
-¿Has venido ya de tu Vizcaya?
-No, Braulio, no he venido.
-Siempre el mismo genio. ¿Qué quieres?, es la pregunta del español. ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! ¿Sabes que mañana son mis días?
-Te los deseo muy felices.
-Déjate de cumplimientos entre nosotros; ya sabes que yo soy franco y castellano viejo: el pan pan y el vino vino; por consiguiente exijo de ti que no vayas a dármelos; pero estás convidado.
-¿A qué?
-A comer conmigo.
-No es posible.
-No hay remedio.
-No puedo -insisto ya temblando.
-¿No puedes?
-Gracias.
-¿Gracias? Vete a paseo; amigo, como no soy el duque de F..., ni el conde de P...
¿Quién se resiste a una sorpresa de esta especie?¿Quién quiere parecer vano?
-Pues si no es eso -me interrumpe-, te espero a las dos; en casa se come a la española; temprano.
Tengo mucha gente: tendremos al famoso X., que nos improvisará de lo lindo; T. nos cantará de sobremesa una rondeña con su gracia natural; y por la noche J. cantará y tocará alguna cosilla.
Esto me consoló algún tanto, y fue preciso ceder: un día malo, dije para mí, cualquiera lo pasa; en este mundo para conservar amigos es preciso tener el valor de aguantar sus obsequios.
-No faltarás, si no quieres que riñamos.
-No faltaré -dije con voz exánime y ánimo decaído, como el zorro que se revuelve inútilmente dentro de la trampa donde se ha dejado coger.
-Pues hasta mañana -y me dio un torniscón por despedida.
Vile marchar como el labrador ve alejarse la nube de su sembrado, y quedeme discurriendo cómo podían entenderse estas amistades tan hostiles y tan funestas.
Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino, que mi amigo Braulio está muy lejos de pertenecer a lo que se llama gran mundo y sociedad de buen tono, pero no es tampoco un hombre de la clase inferior, puesto que es un empleado de los de segundo orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales de renta; que tiene una cintita atada al ojal y una crucecita a la sombra de la solapa; que es persona, en fin, cuya clase, familia y comodidades de ninguna manera se oponen a que tuviese una educación más escogida y modales más suaves e insinuantes. Mas la vanidad le ha sorprendido por donde ha sorprendido casi siempre a toda o a la mayor parte de nuestra clase media, y a toda nuestra clase baja. Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las responsabilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay vinos como los españoles, en lo cual bien pude de tener razón, defiende que no hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla; a trueque de defender que el cielo de Madrid es purísimo, defenderá que nuestras manolas son las más encantadoras de todas las mujeres: es un hombre, en fin, que vive de exclusivas, a quien le sucede poco más o menos lo que a una parienta mía, que se muere por las jorobas sólo porque tuvo un querido que llevaba una excrecencia bastante visible sobre entrambos omóplatos.
No hay que hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos respetos mutuos, de estas reticencias urbanas, de esa delicadeza de trato que establece entre los hombres una preciosa armonía, diciendo sólo lo que debe agradar y callando siempre lo que puede ofender. Él se muere «por plantarle una fresca al lucero del alba», como suele decir, y cuando tiene un resentimiento, se le «espeta a uno cara a cara». Como tiene trocados todos los frenos, dice de los cumplimientos que ya sabe lo que quiere decir «cumplo» y «miento»; llama a la urbanidad hipocresía, y a la decencia monadas; a toda cosa buena le aplica un mal apodo; el lenguaje de la finura es para él poco más que griego: cree que toda la crianza está reducida a decir «Dios guarde a ustedes» al entrar en una sala, y añadir «con permiso de usted» cada vez que se mueve; a preguntar a cada uno por toda su familia, y a despedirse de todo el mundo; cosas todas que así se guardará él de olvidarlas como de tener pacto con franceses. En conclusión, hombres de estos que no saben levantarse para despedirse sino en corporación con alguno o algunos otros, que han de dejar humildemente debajo de una mesa su sombrero, que llaman su «cabeza», y que cuando se hallan en sociedad por desgracia sin un socorrido bastón, darían cualquier cosa por no tener manos ni brazos, porque en realidad no saben dónde ponerlos, ni qué cosa se puede hacer con los brazos en una sociedad.
Llegaron las dos, y como yo conocía ya a mi Braulio, no me pareció conveniente acicalarme demasiado para ir a comer; estoy seguro de que se hubiera picado; no quise, sin embargo, excusar un frac de color y un pañuelo blanco, cosa indispensable en un día de días en semejantes casas; vestime sobre todo lo más despacio que me fue posible, como se reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera tener cien pecados más que contar para ganar tiempo; era citado a las dos, y entré en la sala a las dos y media.
No quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de la hora de comer entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales no eran de despreciar todos los empleados de su oficina, con sus señoras y sus niños, y sus capas, y sus paraguas, y sus chanclos, y sus perritos; dejome en blanco los necios cumplimientos que se dijeron al señor de los días; no hablo del inmenso círculo con que guarnecía la sala el concurso de tantas personas heterogéneas, que hablaron de que el tiempo iba a mudar, y de que en invierno suele hacer más frío que en verano. Vengamos al caso: dieron las cuatro y nos hallamos solos los convidados. Desgraciadamente para mí, el señor de X., que debía divertirnos tanto, gran conocedor de esta clase de convites, había tenido la habilidad de ponerse malo aquella mañana; el famoso T. se hallaba oportunamente comprometido para otro convite; y la señorita que tan bien había de cantar y tocar estaba ronca, en tal disposición que se asombraba ella misma de que se la entendiese una sola palabra, y tenía un panadizo en un dedo. ¡Cuántas esperanzas desvanecidas!
-Supuesto que estamos los que hemos de comer -exclamó don Braulio-, vamos a la mesa, querida mía.
-Espera un momento -le contestó su esposa casi al oído-, con tanta visita yo he faltado algunos momentos de allá dentro y...
-Bien, pero mira que son las cuatro.
-Al instante comeremos.
Las cinco eran cuando nos sentábamos a la mesa.
-Señores -dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas colocaciones-, exijo la mayor franqueza; en mi casa no se usan cumplimientos. ¡Ah, Fígaro!, quiero que estés con toda comodidad; eres poeta, y además estos señores, que saben nuestras íntimas relaciones, no se ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea que le manches.
-¿Qué tengo de manchar? -le respondí, mordiéndome los labios.
-No importa, te daré una chaqueta mía; siento que no haya para todos.
-No hay necesidad.
-¡Oh!, sí, sí, ¡mi chaqueta! Toma, mírala; un poco ancha te vendrá.
-Pero, Braulio...
-No hay remedio, no te andes con etiquetas.
Y en esto me quita él mismo el frac, velis nolis, y quedo sepultado en una cumplida chaqueta rayada, por la cual sólo asomaba los pies y la cabeza, y cuyas mangas no me permitirían comer probablemente. Dile las gracias: ¡al fin el hombre creía hacerme un obsequio!
Los días en que mi amigo no tiene convidados se contenta con una mesa baja, poco más que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como dice, ¿para qué quieren más? Desde la tal mesita, y como se sube el agua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde llega goteando después de una larga travesía; porque pensar que estas gentes han de tener una mesa regular, y estar cómodos todos los días del año, es pensar en lo excusado. Ya se concibe, pues, que la instalación de una gran mesa de convite era un acontecimiento en aquella casa; así que se había creído capaz de contener catorce personas que éramos en una mesa donde apenas podrían comer ocho cómodamente. Hubimos de sentarnos de medio lado, como quien va a arrimar el hombro a la comida, y entablaron los codos de los convidados íntimas relaciones entre sí con la más fraternal inteligencia del mundo. Colocáronme por mucha distinción entre un niño de cinco años, encaramado en unas almohadas que era preciso enderezar a cada momento porque las ladeaba la natural turbulencia de mi joven adlátere, y entre uno de esos hombres que ocupan en el mundo el espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por todos lados se salía de madre de la única silla en que se hallaba sentado, digámoslo así, como en la punta de una aguja. Desdobláronse silenciosamente las servilletas, nuevas a la verdad, porque tampoco eran muebles en uso para todos los días, y fueron izadas por todos aquellos buenos señores a los ojales de sus fraques como cuerpos intermedios entre las salsas y las solapas.
-Ustedes harán penitencia, señores -exclamó el anfitrión una vez sentado-; pero hay que hacerse cargo de que no estamos en Genieys -frase que creyó preciso decir.
Necia afectación es ésta, si es mentira, dije yo para mí; y si verdad, gran torpeza convidar a los amigos a hacer penitencia.



Desgraciadamente no tardé mucho en conocer que había en aquella expresión más verdad de la que mi buen Braulio se figuraba. Interminables y de mal gusto fueron los cumplimientos con que para dar y recibir cada plato nos aburrimos unos a otros.
-Sírvase usted.
-Hágame usted el favor.
-De ninguna manera.
-No lo recibiré.
-Páselo usted a la señora.
-Está bien ahí.
-Perdone usted.
-Gracias.
-Sin etiqueta, señores -exclamó Braulio, y se echó el primero con su propia cuchara.
Sucedió a la sopa un cocido surtido de todas las sabrosas impertinencias de este engorrosísimo, aunque buen plato; cruza por aquí la carne; por allá la verdura; acá los garbanzos; allá el jamón; la gallina por derecha; por medio el tocino; por izquierda los embuchados de Extremadura. Siguiole un plato de ternera mechada, que Dios maldiga, y a éste otro y otros y otros; mitad traídos de la fonda, que esto basta para que excusemos hacer su elogio, mitad hechos en casa por la criada de todos los días, por una vizcaína auxiliar tomada al intento para aquella festividad y por el ama de la casa, que en semejantes ocasiones debe estar en todo, y por consiguiente suele no estar nada.
-Este plato hay que disimularle -decía ésta de unos pichones-; están un poco quemados.
-Pero, mujer...
-Hombre, me aparté un momento, y ya sabes lo que son las criadas.
-¡Qué lástima que este pavo no haya estado media hora más al fuego! Se puso algo tarde.
-¿No les parece a ustedes que está algo ahumado este estofado?
-¿Qué quieres? Una no puede estar en todo.
-¡Oh, está excelente! -exclamábamos todos dejándonoslo en el plato-. ¡Excelente!
-Este pescado está pasado.
-Pues en el despacho de la diligencia del fresco dijeron que acababa de llegar. ¡El criado es tan bruto!
-¿De dónde se ha traído este vino?
-En eso no tienes razón, porque es...
-Es malísimo.
Estos diálogos cortos iban exornados con una infinidad de miradas furtivas del marido para advertirle continuamente a su mujer alguna negligencia, queriendo darnos a entender entrambos a dos que estaban muy al corriente de todas las fórmulas que en semejantes casos se reputan finura, y que todas las torpezas eran hijas de los criados, que nunca han de aprender a servir. Pero estas negligencias se repetían tan a menudo, servían tan poco ya las miradas, que le fue preciso al marido recurrir a los pellizcos y a los pisotones; y ya la señora, que a duras penas había podido hacerse superior hasta entonces a las persecuciones de su esposo, tenía la faz encendida y los ojos llorosos.
-Señora, no se incomode usted por eso -le dijo el que a su lado tenía.
-¡Ah!, les aseguro a ustedes que no vuelvo a hacer estas cosas en casa; ustedes no saben lo que es esto; otra vez, Braulio, iremos a la fonda y no tendrás...
-Usted, señora mía, hará lo que...
-¡Braulio! ¡Braulio!
Una tormenta espantosa estaba a punto de estallar; empero todos los convidados a porfía probamos a aplacar aquellas disputas, hijas del deseo de dar a entender la mayor delicadeza, para lo cual no fue poca parte la manía de Braulio y la expresión concluyente que dirigió de nuevo a la concurrencia acerca de la inutilidad de los cumplimientos, que así llamaba él a estar bien servido y al saber comer. ¿Hay nada más ridículo que estas gentes que quieren pasar por finas en medio de la más crasa ignorancia de los usos sociales; que para obsequiarle le obligan a usted a comer y beber por fuerza, y no le dejan medio de hacer su gusto? ¿Por qué habrá gentes que sólo quieren comer con alguna más limpieza los días de días?

A todo esto, el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato de magras con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver claro en todo el día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un capón, o sea gallo, que esto nunca se supo: fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron las coyunturas. «Este capón no tiene coyunturas», exclamaba el infeliz sudando y forcejeando, más como quien cava que como quien trincha. ¡Cosa más rara! En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar su vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente como pudiera en un palo de un gallinero.
El susto fue general y la alarma llegó a su colmo cuando un surtidor de caldo, impulsado por el animal furioso, saltó a inundar mi limpísima camisa: levántase rápidamente a este punto el trinchador con ánimo de cazar el ave prófuga, y al precipitarse sobre ella, una botella que tiene a la derecha, con la que tropieza su brazo, abandonando su posición perpendicular, derrama un abundante caño de Valdepeñas sobre el capón y el mantel; corre el vino, auméntase la algazara, llueve la sal sobre el vino para salvar el mantel; para salvar la mesa se ingiere por debajo de él una servilleta, y una eminencia se levanta sobre el teatro de tantas ruinas. Una criada toda azorada retira el capón en el plato de su salsa; al pasar sobre mí hace una pequeña inclinación, y una lluvia maléfica de grasa desciende, como el rocío sobre los prados, a dejar eternas huellas en mi pantalón color de perla; la angustia y el aturdimiento de la criada no conocen término; retírase atolondrada sin acertar con las excusas; al volverse tropieza con el criado que traía una docena de platos limpios y una salvilla con las copas para los vinos generosos, y toda aquella máquina viene al suelo con el más horroroso estruendo y confusión. «¡Por San Pedro!», exclama dando una voz Braulio difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al paso que brota fuego el rostro de su esposa. «Pero sigamos, señores, no ha sido nada», añade volviendo en sí.

¡Oh honradas casas donde un modesto cocido y un principio final constituyen la felicidad diaria de una familia, huid del tumulto de un convite de día de días! Sólo la costumbre de comer y servirse bien diariamente puede evitar semejantes destrozos.

¿Hay más desgracias? ¡Santo cielo! ¡Sí las hay para mí, infeliz! Doña Juana, la de los dientes negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio tenedor una fineza, que es indispensable aceptar y tragar; el niño se divierte en despedir a los ojos de los concurrentes los huesos disparados de las cerezas; don Leandro me hace probar el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos; mi gordo fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin, ¡oh última de las desgracias!, crece el alboroto y la conversación; roncas ya las voces, piden versos y décimas y no hay más poeta que Fígaro.
-Es preciso.
-Tiene usted que decir algo -claman todos.
-Désele pie forzado; que diga una copla a cada uno.
-Yo le daré el pie: «A don Braulio en este día».
-Señores, ¡por Dios!
-No hay remedio.
-En mi vida he improvisado.
-No se haga usted el chiquito.
-Me marcharé.
-Cerrar la puerta.
-No se sale de aquí sin decir algo.
Y digo versos por fin, y vomito disparates, y los celebran, y crece la bulla y el humo y el infierno.
A Dios gracias, logro escaparme de aquel nuevo Pandemonio. Por fin, ya respiro el aire fresco y desembarazado de la calle; ya no hay necios, ya no hay castellanos viejos a mi alrededor.



-¡Santo Dios, yo te doy gracias, exclamo respirando, como el ciervo que acaba de escaparse de una docena de perros y que oye ya apenas sus ladridos; para de aquí en adelante no te pido riquezas, no te pido empleos, no honores; líbrame de los convites caseros y de días de días; líbrame de estas casas en que es un convite un acontecimiento, en que sólo se pone la mesa decente para los convidados, en que creen hacer obsequios cuando dan mortificaciones, en que se hacen finezas, en que se dicen versos, en que hay niños, en que hay gordos, en que reina, en fin, la brutal franqueza de los castellanos viejos! Quiero que, si caigo de nuevo en tentaciones semejantes, me falte un roastbeef, desaparezca del mundo el beefsteak, se anonaden los timbales de macarrones, no haya pavos en Périgueux, ni pasteles en Perigord, se sequen los viñedos de Burdeos, y beban, en fin, todos menos yo la deliciosa espuma del champagne.

Concluida mi deprecación mental, corro a mi habitación a despojarme de mi camisa y de mi pantalón, reflexionando en mi interior que no son unos todos los hombres, puesto que los de un mismo país, acaso de un mismo entendimiento, no tienen las mismas costumbres, ni la misma delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta manera. Vístome y vuelo a olvidar tan funesto día entre el corto número de gentes que piensan, que viven sujetas al provechoso yugo de una buena educación libre y desembarazada, y que fingen acaso estimarse y respetarse mutuamente para no incomodarse, al paso que las otras hacen ostentación de incomodarse, y se ofenden y se maltratan, queriéndose y estimándose tal vez verdaderamente.

El Pobrecito Hablador, n.º 7, 11 de diciembre de 1832.

Comentario de texto:

http://www.rinconcastellano.com/sigloxix/al_castellanoviejo.html


La Nochebuena de 1836

Yo y mi criado. Delirio filosófico

Mariano José de Larra



[En otoño de 1836 Larra se hunde en un estado depresivo -de náusea- que le aboca fatalmente al suicidio. Rompe definitivamente con su amante, Dolores Armijo, se siente víctima de la sociedad y perdido en el laberinto inextricable de la soledad. A la caída de la tarde del 13 de febrero de 1837, después de su última entrevista con la amante imposible -ahora esposa reconciliada-, Larra se encierra en su estudio. Al rato, Adelita, que va a dar las buenas noches a su padre, descubre su cuerpo inerte con la sien ensangrentada.]








[...]

Mi criado tiene de mesa lo cuadrado y el estar en talla al alcance de la mano. Por tanto es un mueble cómodo; su color es el que indica la ausencia completa de aquello con que se piensa, es decir, que es bueno; las manos se confundirían con los pies, si no fuera por los zapatos y porque anda casualmente sobre los últimos; a imitación de la mayor parte de los hombres, tiene orejas que están a uno y otro lado de la cabeza como los floreros en una consola, de adorno, o como los balcones figurados, por donde no entra ni sale nada; también tiene dos ojos en la cara; él cree ver con ellos, ¡qué chasco se lleva! A pesar de esta pintura, todavía sería difícil reconocerle entre la multitud, porque al fin no es sino un ejemplar de la grande edición hecha por la Providencia de la humanidad, y que yo comparo de buena gana con las que suelen hacer los autores: algunos ejemplares de regalo finos y bien empastados; el surtido todo igual, ordinario y a la rústica.

Mi criado pertenece al surtido. Pero la Providencia, que se vale para humillar a los soberbios de los instrumentos más humildes, me reservaba en él mi mal rato del día 24 [Larra cree que es su número de la mala suerte]. La verdad me esperaba en él y era preciso oírla de sus labios impuros. La verdad es como el agua filtrada, que no llega a los labios sino al través del cieno. Me abrió mi criado, y no tardé en reconocer su estado.

–Aparta, imbécil –exclamé empujando suavemente aquel cuerpo sin alma que en uno de sus columpios se venía sobre mí–. ¡Oiga! Está ebrio. ¡Pobre muchacho! ¡Da lástima!

Me entré de rondón a mi estancia; pero el cuerpo me siguió con un rumor sordo e interrumpido; una vez dentro los dos, su aliento desigual y sus movimientos violentos apagaron la luz; una bocanada de aire colada por la puerta al abrirme cerró la de mi habitación, y quedamos dentro casi a oscuras yo y mi criado, es decir, la verdad y Fígaro, aquélla en figura de hombre beodo arrimada a los pies de mi cama para no vacilar y yo a su cabecera, buscando inútilmente un fósforo que nos iluminase.

Dos ojos brillaban como dos llamas fatídicas en frente de mí; no sé por qué misterio mi criado encontró entonces, y de repente, voz y palabras, y habló y raciocinó; misterios más raros se han visto acreditados; los fabulistas hacen hablar a los animales, ¿por qué no he de hacer yo hablar a mi criado? Oradores conozco yo de quienes hace algún tiempo no hubiera hecho una pintura más favorable que de mi astur y que han roto sin embargo a hablar, y los oye el mundo y los escucha, y nadie se admira.

En fin, yo cuento un hecho; tal me ha pasado; yo no escribo para los que dudan de mi veracidad; el que no quiera creerme puede doblar la hoja, eso se ahorrará tal vez de fastidio; pero una voz salió de mi criado, y entre ella y la mía se estableció el siguiente diálogo:

–Lástima –dijo la voz, repitiendo mi piadosa exclamación–. ¿Y por qué me has de tener lástima, escritor? Yo a ti, ya lo entiendo.

–¿Tú a mí? –pregunté sobrecogido ya por un terror supersticioso; y es que la voz empezaba a decir verdad.

–Escucha: tú vienes triste como de costumbre; yo estoy más alegre que suelo. ¿Por qué ese color pálido, ese rostro deshecho, esas hondas y verdes ojeras que ilumino con mi luz al abrirte todas las noches? ¿Por qué esa distracción constante y esas palabras vagas e interrumpidas de que sorprendo todos los días fragmentos errantes sobre tus labios? ¿Por qué te vuelves y te revuelves en tu mullido lecho como un criminal, acostado con su remordimiento, en tanto que yo ronco sobre mi tosca tarima? ¿Quién debe tener lástima a quién? No pareces criminal; la justicia no te prende al menos; verdad es que la justicia no prende sino a los pequeños criminales, a los que roban con ganzúas o a los que matan con puñal; pero a los que arrebatan el sosiego de una familia seduciendo a la mujer casada o a la hija honesta, a los que roban con los naipes en la mano, a los que matan una existencia con una palabra dicha al oído, con una carta cerrada, a esos ni los llama la sociedad criminales, ni la justicia los prende, porque la víctima no arroja sangre, ni manifiesta herida, sino agoniza lentamente consumida por el veneno de la pasión que su verdugo le ha propinado. ¡Qué de tísicos han muerto asesinados por una infiel, por un ingrato, por un calumniador! Los entierran; dicen que la cura no ha alcanzado y que los médicos no la entendieron. Pero la puñalada hipócrita alcanzó e hirió el corazón. Tú acaso eres de esos criminales y hay un acusador dentro de ti, y ese frac elegante y esa media de seda, y ese chaleco de tisú de oro que yo te he visto son tus armas maldecidas.

–Silencio, hombre borracho.

–No; has de oír al vino una vez que habla. Acaso ese oro que a fuer de elegante has ganado en tu sarao y que vuelcas con indiferencia sobre tu tocador es el precio del honor de una familia. Acaso ese billete que desdoblas es un anónimo embustero que va a separar de ti para siempre la mujer que adorabas; acaso es una prueba de la ingratitud de ella o de su perfidia. Más de uno te he visto morder y despedazar con tus uñas y tus dientes en los momentos en que el buen tono cede el paso a la pasión y a la sociedad.

»Tú buscas la felicidad en el corazón humano, y para eso le destrozas, hozando en él, como quien remueve la tierra en busca de un tesoro. Yo nada busco, y el desengaño no me espera a la vuelta de la esperanza. Tú eres literato y escritor, y ¡qué tormentos no te hace pasar tu amor propio, ajado diariamente por la indiferencia de unos, por la envidia de otros, por el rencor de muchos! Preciado de gracioso, harías reír a costa de un amigo, si amigos hubiera, y no quieres tener remordimiento. Hombre de partido, haces la guerra a otro partido; a cada vencimiento es una humillación, o compras la victoria demasiado cara para gozar de ella. Ofendes y no quieres tener enemigos. ¿A mí quién me calumnia? ¿Quién me conoce? Tú me pagas un salario bastante a cubrir mis necesidades; a ti te paga el mundo como paga a los demás que le sirven. Te llamas liberal y despreocupado, y el día que te apoderes del látigo azotarás como te han azotado. Los hombres de mundo os llamáis hombres de honor y de carácter, y a cada suceso nuevo cambiáis de opinión, apostatáis de vuestros principios. Despedazado siempre por la sed de gloria, inconsecuencia rara, despreciarás acaso a aquellos para quienes escribes y reclamas con el incensario en la mano su adulación; adulas a tus lectores para ser de ellos adulado; y eres también despedazado por el temor, y no sabes si mañana irás a coger tus laureles a las Baleares o a un calabozo.

–¡Basta, basta!

–Concluyo; yo en fin no tengo necesidades; tú, a pesar de tus riquezas, acaso tendrás que someterte mañana a un usurero para un capricho innecesario, porque vosotros tragáis oro, o para un banquete de vanidad en que cada bocado es un tósigo. Tú lees día y noche buscando la verdad en los libros hoja por hoja, y sufres de no encontrarla ni escrita. Ente ridículo, bailas sin alegría; tu movimiento turbulento es el movimiento de la llama, que, sin gozar ella, quema. Cuando yo necesito de mujeres echo mano de mi salario y las encuentro, fieles por más de un cuarto de hora; tú echas mano de tu corazón, y vas y lo arrojas a los pies de la primera que pasa, y no quieres que lo pise y lo lastime, y le entregas ese depósito sin conocerla. Confías tu tesoro a cualquiera por su linda cara, y crees porque quieres; y si mañana tu tesoro desaparece, llamas ladrón al depositario, debiendo llamarte imprudente y necio a ti mismo.

–Por piedad, déjame, voz del infierno.

–Concluyo: inventas palabras y haces de ellas sentimientos, ciencias, artes, objetos de existencia. ¡Política, gloria, saber, poder, riqueza, amistad, amor! Y cuando descubres que son palabras, blasfemas y maldices. En tanto el pobre asturiano come, bebe y duerme, y nadie le engaña, y, si no es feliz, no es desgraciado, no es al menos hombre de mundo, ni ambicioso ni elegante, ni literato ni enamorado. Ten lástima ahora del pobre asturiano. Tú me mandas, pero no te mandas a ti mismo. Tenme lástima, literato. Yo estoy ebrio de vino, es verdad; pero tú lo estás de deseos y de impotencia...!

Un ronco sonido terminó el diálogo; el cuerpo, cansado del esfuerzo, había caído al suelo; el órgano de la Providencia había callado, y el asturiano roncaba. «¡Ahora te conozco –exclamé– día 24!»

Una lágrima preñada de horror y de desesperación surcaba mi mejilla, ajada ya por el dolor. A la mañana, amo y criado yacían, aquél en el lecho, éste en el suelo. El primero tenía todavía abiertos los ojos y los clavaba con delirio y con delicia en una caja amarilla donde se leía «mañana». ¿Llegará ese «mañana» fatídico? ¿Qué encerraba la caja? En tanto, la noche buena era pasada, y el mundo todo, a mis barbas, cuando hablaba de ella, la seguía llamando noche buena.

El Redactor General, n.º 42, 26 de diciembre de 1836.






[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 610-617; Artículos, ed. de Enrique Rubio, Madrid, Cátedra, 1982, pp. 400-409; Artículos de costumbres, ed. Luis F. Díaz Larios, Madrid, Austral, 1998, pp. 469-478; Artículos políticos, ed. Jorge Campos, Madrid, Taurus, 1979, pp. 300-309; Artículos varios, ed. E. Correa Calderón, Madrid, Castalia, 1984, pp. 554-563; Artículos de costumbres, ed. José R. Lomba y Pedraja, Madrid, Espasa-Calpe, 1981, pp. 267-279; Artículos, ed. Carlos Seco Serrano, Barcelona, Planeta, 1981, pp. 570-577; Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 548-552.]