LARRA, Artículos de costumbres
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VUELVA USTED MAÑANA
[...]
Estas reflexiones hacía yo
casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un
extranjero de estos que, en buena o en mala parte, han de tener
siempre de nuestro país una idea exagerada e hiperbólica; de éstos
que, o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos,
francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que
son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer
caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan intacto
como nuestras ruinas; en el segundo vienen temblando por esos
caminos, y preguntan si son los ladrones que los han de despojar los
individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente para
defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países.
Verdad es que nuestro país no es de
aquellos que se conocen a primera ni a segunda vista, y si no
temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena
gana a esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que
ignora su artificio, que estribando en una grandísima bagatela,
suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al
mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas
veces la falta de una causa determinante en las cosas nos hace creer
que debe de haberlas profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra
penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar
en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende
él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza.
Esto no obstante, como quiera que
entre nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia de los
verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para
extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.
Un extranjero de éstos fue el que se presentó en mi casa, provisto
de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos
intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos
concebidos en París de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal
cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a
nuestra patria le conducían. Acostumbrado a la actividad en que
viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente que pensaba
permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto
objeto seguro en que invertir su capital.
Parecióme el extranjero digno de
alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno de
lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto
antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de
pasearse. Admiróle la proposición, y fue preciso explicarme más
claro.
--Mirad --le dije--, monsieur
Sans-délai, que así se llamaba; vos venís decidido a pasar quince
días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.
--Ciertamente --me contestó--. Quince
días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista
para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca
mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis
reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que
aquél me dé, legalizados en debida forma; y como será una cosa
clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer
mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo
mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis
caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones.
Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son
cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver
en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la
diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a
mi casa; aún me sobran de los quince, cinco días.
Al llegar aquí monsieur Sans-délai,
traté de reprimir una carcajada que me andaba retozando ya hacía
rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna
jovialidad, no fué bastante a impedir que se asomase a mis labios
una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos
me sacaban al rostro mal de mi grado.
--Permitidme, monsieur Sans-délai --le
dije entre socarrón y formal--, permitidme que os convide a comer
para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.
--¿Cómo?
--Dentro de quince meses estáis aquí
todavía.
--¿Os burláis?
--No por cierto.
--¿No me podré marchar cuando quiera?
¡Cierto que la idea es graciosa!
--Sabed que no estáis en vuestro país
activo y trabajador.
--¡Oh!, los españoles que han viajado
por el extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal [siempre]
de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.
--Os aseguro que en los quince días
con que contáis, no habréis podido hablar siquiera a una sola de
las personas cuya cooperación necesitáis.
--¡Hipérboles! Yo les comunicaré a
todos mi actividad.
--Todos os comunicarán su inercia.
Conocí que no estaba el señor de
Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por la
experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían
mucho los hechos en hablar por mí. Amaneció el día siguiente, y
salimos entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo se pudo
hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido;
encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra
precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún
tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que
nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y
marchámonos.
Pasaron tres días: fuimos.
--Vuelva usted mañana --nos respondió
la criada--, porque el señor no se ha levantado todavía.
--Vuelva usted mañana --nos dijo al
siguiente día--, porque el amo acaba de salir.
--Vuelva usted mañana --nos respondió
al otro--, porque el amo está durmiendo la siesta.
--Vuelva usted mañana --nos respondió
el lunes siguiente--, porque hoy ha ido a los toros.
--¿Qué día, a qué hora se ve a un
español? Vímosle por fin, y Vuelva usted mañana --nos dijo--,
porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en
limpio.
A los quince días ya estuvo; pero mi
amigo le había pedido una noticia del apellido Díez, y él había
entendido Díaz y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas,
nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.
Es claro que faltando este principio
no tuvieron lugar las reclamaciones.
Para las proposiciones que acerca de
varios establecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer, había
sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el
genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos
llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero
diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca
encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo
después otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras,
porque un escribiente que sepa escribir no le hay en este país.
No paró aquí; un sastre tardó
veinte días en hacerle un frac, que le había mandado llevarle en
veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar
botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle
una camisola; y el sombrerero, a quien le había enviado su sombrero
a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir
de casa. Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni
avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué
formalidad y qué exactitud!
--¿Qué os parece de esta tierra,
monsieur Sans-délai? --le dije al llegar a estas pruebas.
--Me parece que son hombres
singulares...
--Pues así son todos. No comerán por
no llevar la comida a la boca.
[…]
Aturdíase
mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y
días tardamos en ver las pocas rarezas que tenemos guardadas.
Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un
medio año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su
patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya
antes me tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de
nuestras costumbres; diciendo sobre todo que en seis meses no había
podido hacer otra cosa sino «volver siempre mañana», y que a la
vuelta de tanto «mañana», eternamente futuro, lo mejor, o más
bien lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.
¿Tendrá
razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy
escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar
mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el
día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta
cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si
mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a la
librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de abrir los ojos
para hojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré cómo
a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha
sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y
de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa;
abandonar más de una pretensión empezada, y las esperanzas de más
de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco
menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer una
visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido
valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no
hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te
referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso
haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o roncando,
como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré
que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia
diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras
otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las
doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y
de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que
de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me
ahorqué y siempre fue de pereza. Y concluyo por hoy confesándote
que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis
apuntaciones, el título de este artículo, que llamé «Vuelva usted
mañana»; que todas las noches y muchas tardes he querido durante
ese tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz
diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias
resoluciones: «¡Eh!, ¡mañana le escribiré!». Da gracias a que
llegó por fin este mañana que no es del todo malo: pero ¡ay de
aquel mañana que no ha de llegar jamás!

EL CASTELLANO VIEJO
Andábame
días pasados por esas calles a buscar materiales para mis artículos.
Embebido en mis pensamientos, me sorprendí varias veces a mí mismo
riendo como un pobre hombre de mis propias ideas y moviendo
maquinalmente los labios; algún tropezón me recordaba de cuando en
cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor
circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa
maligna, más de un gesto de admiración de los que a mi lado
pasaban, me hacía reflexionar que los soliloquios no se deben hacer
en público; y no pocos encontrones que al volver las esquinas di con
quien tan distraída y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron
conocer que los distraídos no entran en el número de los cuerpos
elásticos, y mucho menos de los seres gloriosos e impasibles. En
semejante situación de mi espíritu, ¿qué sensación no debería
producirme una horrible palmada que una gran mano, pegada (a lo que
por entonces entendí) a un grandísimo brazo, vino a descargar sobre
uno de mis hombros, que por desgracia no tienen punto alguno de
semejanza con los de Atlante?
No
queriendo dar a entender que desconocía este enérgico modo de
anunciarse, ni desairar el agasajo de quien sin duda había creído
hacérmele más que mediano, dejándome torcido para todo el día,
traté sólo de volverme por conocer quien fuese tan mi amigo para
tratarme tan mal; pero mi castellano viejo es hombre que cuando está
de gracias no se ha de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el
lector que siguió dándome pruebas de confianza y cariño? Echome
las manos a los ojos y sujetándome por detrás:
«Un
animal», iba a responderle; pero me acordé de repente de quién
podría ser, y sustituyendo cantidades iguales:
Al
oírme, suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares, alborota la
calle y pónenos a entrambos en escena.
-Siempre
el mismo genio. ¿Qué quieres?, es la pregunta del español. ¡Cuánto
me alegro de que estés aquí! ¿Sabes que mañana son mis días?
-Déjate
de cumplimientos entre nosotros; ya sabes que yo soy franco y
castellano viejo: el pan pan y el vino vino; por consiguiente exijo
de ti que no vayas a dármelos; pero estás convidado.
Tengo
mucha gente: tendremos al famoso X., que nos improvisará de lo
lindo; T. nos cantará de sobremesa una rondeña con su gracia
natural; y por la noche J. cantará y tocará alguna cosilla.
Esto
me consoló algún tanto, y fue preciso ceder: un día malo, dije
para mí, cualquiera lo pasa; en este mundo para conservar amigos es
preciso tener el valor de aguantar sus obsequios.
-No
faltaré -dije con voz exánime y ánimo decaído, como el zorro que
se revuelve inútilmente dentro de la trampa donde se ha dejado
coger.
Vile
marchar como el labrador ve alejarse la nube de su sembrado, y
quedeme discurriendo cómo podían entenderse estas amistades tan
hostiles y tan funestas.
Ya
habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino,
que mi amigo Braulio está muy lejos de pertenecer a lo que se llama
gran mundo y sociedad de buen tono, pero no es tampoco un hombre de
la clase inferior, puesto que es un empleado de los de segundo orden,
que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales de
renta; que tiene una cintita atada al ojal y una crucecita a la
sombra de la solapa; que es persona, en fin, cuya clase, familia y
comodidades de ninguna manera se oponen a que tuviese una educación
más escogida y modales más suaves e insinuantes. Mas la vanidad le
ha sorprendido por donde ha sorprendido casi siempre a toda o a la
mayor parte de nuestra clase media, y a toda nuestra clase baja. Es
tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero por
un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las
responsabilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende
que no hay vinos como los españoles, en lo cual bien pude de tener
razón, defiende que no hay educación como la española, en lo cual
bien pudiera no tenerla; a trueque de defender que el cielo de Madrid
es purísimo, defenderá que nuestras manolas son las más
encantadoras de todas las mujeres: es un hombre, en fin, que vive de
exclusivas, a quien le sucede poco más o menos lo que a una parienta
mía, que se muere por las jorobas sólo porque tuvo un querido que
llevaba una excrecencia bastante visible sobre entrambos omóplatos.
No
hay que hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos respetos
mutuos, de estas reticencias urbanas, de esa delicadeza de trato que
establece entre los hombres una preciosa armonía, diciendo sólo lo
que debe agradar y callando siempre lo que puede ofender. Él se
muere «por plantarle una fresca al lucero del alba», como suele
decir, y cuando tiene un resentimiento, se le «espeta a uno cara a
cara». Como tiene trocados todos los frenos, dice de los
cumplimientos que ya sabe lo que quiere decir «cumplo» y «miento»;
llama a la urbanidad hipocresía, y a la decencia monadas; a toda
cosa buena le aplica un mal apodo; el lenguaje de la finura es para
él poco más que griego: cree que toda la crianza está reducida a
decir «Dios guarde a ustedes» al entrar en una sala, y añadir «con
permiso de usted» cada vez que se mueve; a preguntar a cada uno por
toda su familia, y a despedirse de todo el mundo; cosas todas que así
se guardará él de olvidarlas como de tener pacto con franceses. En
conclusión, hombres de estos que no saben levantarse para despedirse
sino en corporación con alguno o algunos otros, que han de dejar
humildemente debajo de una mesa su sombrero, que llaman su «cabeza»,
y que cuando se hallan en sociedad por desgracia sin un socorrido
bastón, darían cualquier cosa por no tener manos ni brazos, porque
en realidad no saben dónde ponerlos, ni qué cosa se puede hacer
con los brazos en una sociedad.
Llegaron
las dos, y como yo conocía ya a mi Braulio, no me pareció
conveniente acicalarme demasiado para ir a comer; estoy seguro de que
se hubiera picado; no quise, sin embargo, excusar un frac de color y
un pañuelo blanco, cosa indispensable en un día de días en
semejantes casas; vestime sobre todo lo más despacio que me fue
posible, como se reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que
quisiera tener cien pecados más que contar para ganar tiempo; era
citado a las dos, y entré en la sala a las dos y media.
No
quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de la
hora de comer entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales
no eran de despreciar todos los empleados de su oficina, con sus
señoras y sus niños, y sus capas, y sus paraguas, y sus chanclos, y
sus perritos; dejome en blanco los necios cumplimientos que se
dijeron al señor de los días; no hablo del inmenso círculo con que
guarnecía la sala el concurso de tantas personas heterogéneas, que
hablaron de que el tiempo iba a mudar, y de que en invierno suele
hacer más frío que en verano. Vengamos al caso: dieron las cuatro y
nos hallamos solos los convidados. Desgraciadamente para mí, el
señor de X., que debía divertirnos tanto, gran conocedor de esta
clase de convites, había tenido la habilidad de ponerse malo aquella
mañana; el famoso T. se hallaba oportunamente comprometido para otro
convite; y la señorita que tan bien había de cantar y tocar estaba
ronca, en tal disposición que se asombraba ella misma de que se la
entendiese una sola palabra, y tenía un panadizo en un dedo.
¡Cuántas esperanzas desvanecidas!
-Espera
un momento -le contestó su esposa casi al oído-, con tanta visita
yo he faltado algunos momentos de allá dentro y...
-Señores
-dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas
colocaciones-, exijo la mayor franqueza; en mi casa no se usan
cumplimientos. ¡Ah, Fígaro!, quiero que estés con toda comodidad;
eres poeta, y además estos señores, que saben nuestras íntimas
relaciones, no se ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea
que le manches.
Y
en esto me quita él mismo el frac, velis
nolis,
y quedo sepultado en una cumplida chaqueta rayada, por la cual sólo
asomaba los pies y la cabeza, y cuyas mangas no me permitirían comer
probablemente. Dile las gracias: ¡al fin el hombre creía hacerme un
obsequio!
Los
días en que mi amigo no tiene convidados se contenta con una mesa
baja, poco más que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como
dice, ¿para qué quieren más? Desde la tal mesita, y como se sube
el agua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde llega
goteando después de una larga travesía; porque pensar que estas
gentes han de tener una mesa regular, y estar cómodos todos los días
del año, es pensar en lo excusado. Ya se concibe, pues, que la
instalación de una gran mesa de convite era un acontecimiento en
aquella casa; así que se había creído capaz de contener catorce
personas que éramos en una mesa donde apenas podrían comer ocho
cómodamente. Hubimos de sentarnos de medio lado, como quien va a
arrimar el hombro a la comida, y entablaron los codos de los
convidados íntimas relaciones entre sí con la más fraternal
inteligencia del mundo. Colocáronme por mucha distinción entre un
niño de cinco años, encaramado en unas almohadas que era preciso
enderezar a cada momento porque las ladeaba la natural turbulencia de
mi joven adlátere, y entre uno de esos hombres que ocupan en el
mundo el espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por todos lados se
salía de madre de la única silla en que se hallaba sentado,
digámoslo así, como en la punta de una aguja. Desdobláronse
silenciosamente las servilletas, nuevas a la verdad, porque tampoco
eran muebles en uso para todos los días, y fueron izadas por todos
aquellos buenos señores a los ojales de sus fraques como cuerpos
intermedios entre las salsas y las solapas.
-Ustedes
harán penitencia, señores -exclamó el anfitrión una vez sentado-;
pero hay que hacerse cargo de que no estamos en Genieys -frase que
creyó preciso decir.
Necia
afectación es ésta, si es mentira, dije yo para mí; y si verdad,
gran torpeza convidar a los amigos a hacer penitencia.
Desgraciadamente
no tardé mucho en conocer que había en aquella expresión más
verdad de la que mi buen Braulio se figuraba. Interminables y de mal
gusto fueron los cumplimientos con que para dar y recibir cada plato
nos aburrimos unos a otros.
Sucedió
a la sopa un cocido surtido de todas las sabrosas impertinencias de
este engorrosísimo, aunque buen plato; cruza por aquí la carne; por
allá la verdura; acá los garbanzos; allá el jamón; la gallina por
derecha; por medio el tocino; por izquierda los embuchados de
Extremadura. Siguiole un plato de ternera mechada, que Dios maldiga,
y a éste otro y otros y otros; mitad traídos de la fonda, que esto
basta para que excusemos hacer su elogio, mitad hechos en casa por la
criada de todos los días, por una vizcaína auxiliar tomada al
intento para aquella festividad y por el ama de la casa, que en
semejantes ocasiones debe estar en todo, y por consiguiente suele no
estar nada.
-Pues
en el despacho de la diligencia del fresco dijeron que acababa de
llegar. ¡El criado es tan bruto!
-¿De
dónde se ha traído este vino?
Estos
diálogos cortos iban exornados con una infinidad de miradas furtivas
del marido para advertirle continuamente a su mujer alguna
negligencia, queriendo darnos a entender entrambos a dos que estaban
muy al corriente de todas las fórmulas que en semejantes casos se
reputan finura, y que todas las torpezas eran hijas de los criados,
que nunca han de aprender a servir. Pero estas negligencias se
repetían tan a menudo, servían tan poco ya las miradas, que le fue
preciso al marido recurrir a los pellizcos y a los pisotones; y ya la
señora, que a duras penas había podido hacerse superior hasta
entonces a las persecuciones de su esposo, tenía la faz encendida y
los ojos llorosos.
-¡Ah!,
les aseguro a ustedes que no vuelvo a hacer estas cosas en casa;
ustedes no saben lo que es esto; otra vez, Braulio, iremos a la
fonda y no tendrás...
Una
tormenta espantosa estaba a punto de estallar; empero todos los
convidados a porfía probamos a aplacar aquellas disputas, hijas del
deseo de dar a entender la mayor delicadeza, para lo cual no fue poca
parte la manía de Braulio y la expresión concluyente que dirigió
de nuevo a la concurrencia acerca de la inutilidad de los
cumplimientos, que así llamaba él a estar bien servido y al saber
comer. ¿Hay nada más ridículo que estas gentes que quieren pasar
por finas en medio de la más crasa ignorancia de los usos sociales;
que para obsequiarle le obligan a usted a comer y beber por fuerza, y
no le dejan medio de hacer su gusto? ¿Por qué habrá gentes que
sólo quieren comer con alguna más limpieza los días de días?
A
todo esto, el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las
aceitunas a un plato de magras con tomate, y una vino a parar a uno
de mis ojos, que no volvió a ver claro en todo el día; y el señor
gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el
mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves
que había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de
trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un capón, o
sea gallo, que esto nunca se supo: fuese por la edad avanzada de la
víctima, fuese por los ningunos conocimientos anatómicos del
victimario, jamás parecieron las coyunturas. «Este capón no tiene
coyunturas», exclamaba el infeliz sudando y forcejeando, más como
quien cava que como quien trincha. ¡Cosa más rara! En una de las
embestidas resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera
escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar
su vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el mantel
tranquilamente como pudiera en un palo de un gallinero.
El
susto fue general y la alarma llegó a su colmo cuando un surtidor de
caldo, impulsado por el animal furioso, saltó a inundar mi limpísima
camisa: levántase rápidamente a este punto el trinchador con ánimo
de cazar el ave prófuga, y al precipitarse sobre ella, una botella
que tiene a la derecha, con la que tropieza su brazo, abandonando su
posición perpendicular, derrama un abundante caño de Valdepeñas
sobre el capón y el mantel; corre el vino, auméntase la algazara,
llueve la sal sobre el vino para salvar el mantel; para salvar la
mesa se ingiere por debajo de él una servilleta, y una eminencia se
levanta sobre el teatro de tantas ruinas. Una criada toda azorada
retira el capón en el plato de su salsa; al pasar sobre mí hace una
pequeña inclinación, y una lluvia maléfica de grasa desciende,
como el rocío sobre los prados, a dejar eternas huellas en mi
pantalón color de perla; la angustia y el aturdimiento de la criada
no conocen término; retírase atolondrada sin acertar con las
excusas; al volverse tropieza con el criado que traía una docena de
platos limpios y una salvilla con las copas para los vinos generosos,
y toda aquella máquina viene al suelo con el más horroroso
estruendo y confusión. «¡Por San Pedro!», exclama dando una voz
Braulio difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al paso
que brota fuego el rostro de su esposa. «Pero sigamos, señores, no
ha sido nada», añade volviendo en sí.
¡Oh
honradas casas donde un modesto cocido y un principio final
constituyen la felicidad diaria de una familia, huid del tumulto de
un convite de día de días! Sólo la costumbre de comer y servirse
bien diariamente puede evitar semejantes destrozos.
¿Hay
más desgracias? ¡Santo cielo! ¡Sí las hay para mí, infeliz! Doña
Juana, la de los dientes negros y amarillos, me alarga de su plato y
con su propio tenedor una fineza, que es indispensable aceptar y
tragar; el niño se divierte en despedir a los ojos de los
concurrentes los huesos disparados de las cerezas; don Leandro me
hace probar el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma
copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos;
mi gordo fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin,
¡oh última de las desgracias!, crece el alboroto y la conversación;
roncas ya las voces, piden versos y décimas y no hay más poeta que
Fígaro.
Y
digo versos por fin, y vomito disparates, y los celebran, y crece la
bulla y el humo y el infierno.
A
Dios gracias, logro escaparme de aquel nuevo Pandemonio.
Por fin, ya respiro el aire fresco y desembarazado de la calle; ya no
hay necios, ya no hay castellanos viejos a mi alrededor.
-¡Santo
Dios, yo te doy gracias, exclamo respirando, como el ciervo que acaba
de escaparse de una docena de perros y que oye ya apenas sus
ladridos; para de aquí en adelante no te pido riquezas, no te pido
empleos, no honores; líbrame de los convites caseros y de días de
días; líbrame de estas casas en que es un convite un
acontecimiento, en que sólo se pone la mesa decente para los
convidados, en que creen hacer obsequios cuando dan mortificaciones,
en que se hacen finezas, en que se dicen versos, en que hay niños,
en que hay gordos, en que reina, en fin, la brutal franqueza de los
castellanos viejos! Quiero que, si caigo de nuevo en tentaciones
semejantes, me falte un roastbeef, desaparezca del mundo
el beefsteak, se anonaden los timbales de macarrones, no
haya pavos en Périgueux, ni pasteles en Perigord, se sequen los
viñedos de Burdeos, y beban, en fin, todos menos yo la deliciosa
espuma del champagne.
Concluida
mi deprecación mental, corro a mi habitación a despojarme de mi
camisa y de mi pantalón, reflexionando en mi interior que no son
unos todos los hombres, puesto que los de un mismo país, acaso de un
mismo entendimiento, no tienen las mismas costumbres, ni la misma
delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta manera. Vístome y
vuelo a olvidar tan funesto día entre el corto número de gentes que
piensan, que viven sujetas al provechoso yugo de una buena educación
libre y desembarazada, y que fingen acaso estimarse y respetarse
mutuamente para no incomodarse, al paso que las otras hacen
ostentación de incomodarse, y se ofenden y se maltratan, queriéndose
y estimándose tal vez verdaderamente.
El
Pobrecito Hablador, n.º 7, 11 de diciembre de 1832.
Comentario de texto:
http://www.rinconcastellano.com/sigloxix/al_castellanoviejo.html
Comentario de texto:
http://www.rinconcastellano.com/sigloxix/al_castellanoviejo.html
La Nochebuena de 1836
Yo y mi criado. Delirio filosófico
Mariano José de Larra
[En otoño de 1836 Larra se hunde en un estado depresivo -de náusea- que le aboca fatalmente al suicidio. Rompe definitivamente con su amante, Dolores Armijo, se siente víctima de la sociedad y perdido en el laberinto inextricable de la soledad. A la caída de la tarde del 13 de febrero de 1837, después de su última entrevista con la amante imposible -ahora esposa reconciliada-, Larra se encierra en su estudio. Al rato, Adelita, que va a dar las buenas noches a su padre, descubre su cuerpo inerte con la sien ensangrentada.]

[...]
Mi criado tiene de mesa lo cuadrado y el estar en talla al alcance de la mano. Por tanto es un mueble cómodo; su color es el que indica la ausencia completa de aquello con que se piensa, es decir, que es bueno; las manos se confundirían con los pies, si no fuera por los zapatos y porque anda casualmente sobre los últimos; a imitación de la mayor parte de los hombres, tiene orejas que están a uno y otro lado de la cabeza como los floreros en una consola, de adorno, o como los balcones figurados, por donde no entra ni sale nada; también tiene dos ojos en la cara; él cree ver con ellos, ¡qué chasco se lleva! A pesar de esta pintura, todavía sería difícil reconocerle entre la multitud, porque al fin no es sino un ejemplar de la grande edición hecha por la Providencia de la humanidad, y que yo comparo de buena gana con las que suelen hacer los autores: algunos ejemplares de regalo finos y bien empastados; el surtido todo igual, ordinario y a la rústica.
Mi criado pertenece al surtido. Pero la Providencia, que se vale para humillar a los soberbios de los instrumentos más humildes, me reservaba en él mi mal rato del día 24 [Larra cree que es su número de la mala suerte]. La verdad me esperaba en él y era preciso oírla de sus labios impuros. La verdad es como el agua filtrada, que no llega a los labios sino al través del cieno. Me abrió mi criado, y no tardé en reconocer su estado.
–Aparta, imbécil –exclamé empujando suavemente aquel cuerpo sin alma que en uno de sus columpios se venía sobre mí–. ¡Oiga! Está ebrio. ¡Pobre muchacho! ¡Da lástima!
Me entré de rondón a mi estancia; pero el cuerpo me siguió con un rumor sordo e interrumpido; una vez dentro los dos, su aliento desigual y sus movimientos violentos apagaron la luz; una bocanada de aire colada por la puerta al abrirme cerró la de mi habitación, y quedamos dentro casi a oscuras yo y mi criado, es decir, la verdad y Fígaro, aquélla en figura de hombre beodo arrimada a los pies de mi cama para no vacilar y yo a su cabecera, buscando inútilmente un fósforo que nos iluminase.
Dos ojos brillaban como dos llamas fatídicas en frente de mí; no sé por qué misterio mi criado encontró entonces, y de repente, voz y palabras, y habló y raciocinó; misterios más raros se han visto acreditados; los fabulistas hacen hablar a los animales, ¿por qué no he de hacer yo hablar a mi criado? Oradores conozco yo de quienes hace algún tiempo no hubiera hecho una pintura más favorable que de mi astur y que han roto sin embargo a hablar, y los oye el mundo y los escucha, y nadie se admira.
En fin, yo cuento un hecho; tal me ha pasado; yo no escribo para los que dudan de mi veracidad; el que no quiera creerme puede doblar la hoja, eso se ahorrará tal vez de fastidio; pero una voz salió de mi criado, y entre ella y la mía se estableció el siguiente diálogo:
–Lástima –dijo la voz, repitiendo mi piadosa exclamación–. ¿Y por qué me has de tener lástima, escritor? Yo a ti, ya lo entiendo.
–¿Tú a mí? –pregunté sobrecogido ya por un terror supersticioso; y es que la voz empezaba a decir verdad.
–Escucha: tú vienes triste como de costumbre; yo estoy más alegre que suelo. ¿Por qué ese color pálido, ese rostro deshecho, esas hondas y verdes ojeras que ilumino con mi luz al abrirte todas las noches? ¿Por qué esa distracción constante y esas palabras vagas e interrumpidas de que sorprendo todos los días fragmentos errantes sobre tus labios? ¿Por qué te vuelves y te revuelves en tu mullido lecho como un criminal, acostado con su remordimiento, en tanto que yo ronco sobre mi tosca tarima? ¿Quién debe tener lástima a quién? No pareces criminal; la justicia no te prende al menos; verdad es que la justicia no prende sino a los pequeños criminales, a los que roban con ganzúas o a los que matan con puñal; pero a los que arrebatan el sosiego de una familia seduciendo a la mujer casada o a la hija honesta, a los que roban con los naipes en la mano, a los que matan una existencia con una palabra dicha al oído, con una carta cerrada, a esos ni los llama la sociedad criminales, ni la justicia los prende, porque la víctima no arroja sangre, ni manifiesta herida, sino agoniza lentamente consumida por el veneno de la pasión que su verdugo le ha propinado. ¡Qué de tísicos han muerto asesinados por una infiel, por un ingrato, por un calumniador! Los entierran; dicen que la cura no ha alcanzado y que los médicos no la entendieron. Pero la puñalada hipócrita alcanzó e hirió el corazón. Tú acaso eres de esos criminales y hay un acusador dentro de ti, y ese frac elegante y esa media de seda, y ese chaleco de tisú de oro que yo te he visto son tus armas maldecidas.
–Silencio, hombre borracho.
–No; has de oír al vino una vez que habla. Acaso ese oro que a fuer de elegante has ganado en tu sarao y que vuelcas con indiferencia sobre tu tocador es el precio del honor de una familia. Acaso ese billete que desdoblas es un anónimo embustero que va a separar de ti para siempre la mujer que adorabas; acaso es una prueba de la ingratitud de ella o de su perfidia. Más de uno te he visto morder y despedazar con tus uñas y tus dientes en los momentos en que el buen tono cede el paso a la pasión y a la sociedad.
»Tú buscas la felicidad en el corazón humano, y para eso le destrozas, hozando en él, como quien remueve la tierra en busca de un tesoro. Yo nada busco, y el desengaño no me espera a la vuelta de la esperanza. Tú eres literato y escritor, y ¡qué tormentos no te hace pasar tu amor propio, ajado diariamente por la indiferencia de unos, por la envidia de otros, por el rencor de muchos! Preciado de gracioso, harías reír a costa de un amigo, si amigos hubiera, y no quieres tener remordimiento. Hombre de partido, haces la guerra a otro partido; a cada vencimiento es una humillación, o compras la victoria demasiado cara para gozar de ella. Ofendes y no quieres tener enemigos. ¿A mí quién me calumnia? ¿Quién me conoce? Tú me pagas un salario bastante a cubrir mis necesidades; a ti te paga el mundo como paga a los demás que le sirven. Te llamas liberal y despreocupado, y el día que te apoderes del látigo azotarás como te han azotado. Los hombres de mundo os llamáis hombres de honor y de carácter, y a cada suceso nuevo cambiáis de opinión, apostatáis de vuestros principios. Despedazado siempre por la sed de gloria, inconsecuencia rara, despreciarás acaso a aquellos para quienes escribes y reclamas con el incensario en la mano su adulación; adulas a tus lectores para ser de ellos adulado; y eres también despedazado por el temor, y no sabes si mañana irás a coger tus laureles a las Baleares o a un calabozo.
–¡Basta, basta!
–Concluyo; yo en fin no tengo necesidades; tú, a pesar de tus riquezas, acaso tendrás que someterte mañana a un usurero para un capricho innecesario, porque vosotros tragáis oro, o para un banquete de vanidad en que cada bocado es un tósigo. Tú lees día y noche buscando la verdad en los libros hoja por hoja, y sufres de no encontrarla ni escrita. Ente ridículo, bailas sin alegría; tu movimiento turbulento es el movimiento de la llama, que, sin gozar ella, quema. Cuando yo necesito de mujeres echo mano de mi salario y las encuentro, fieles por más de un cuarto de hora; tú echas mano de tu corazón, y vas y lo arrojas a los pies de la primera que pasa, y no quieres que lo pise y lo lastime, y le entregas ese depósito sin conocerla. Confías tu tesoro a cualquiera por su linda cara, y crees porque quieres; y si mañana tu tesoro desaparece, llamas ladrón al depositario, debiendo llamarte imprudente y necio a ti mismo.
–Por piedad, déjame, voz del infierno.
–Concluyo: inventas palabras y haces de ellas sentimientos, ciencias, artes, objetos de existencia. ¡Política, gloria, saber, poder, riqueza, amistad, amor! Y cuando descubres que son palabras, blasfemas y maldices. En tanto el pobre asturiano come, bebe y duerme, y nadie le engaña, y, si no es feliz, no es desgraciado, no es al menos hombre de mundo, ni ambicioso ni elegante, ni literato ni enamorado. Ten lástima ahora del pobre asturiano. Tú me mandas, pero no te mandas a ti mismo. Tenme lástima, literato. Yo estoy ebrio de vino, es verdad; pero tú lo estás de deseos y de impotencia...!
Un ronco sonido terminó el diálogo; el cuerpo, cansado del esfuerzo, había caído al suelo; el órgano de la Providencia había callado, y el asturiano roncaba. «¡Ahora te conozco –exclamé– día 24!»
Una lágrima preñada de horror y de desesperación surcaba mi mejilla, ajada ya por el dolor. A la mañana, amo y criado yacían, aquél en el lecho, éste en el suelo. El primero tenía todavía abiertos los ojos y los clavaba con delirio y con delicia en una caja amarilla donde se leía «mañana». ¿Llegará ese «mañana» fatídico? ¿Qué encerraba la caja? En tanto, la noche buena era pasada, y el mundo todo, a mis barbas, cuando hablaba de ella, la seguía llamando noche buena.
El Redactor General, n.º 42, 26 de diciembre de 1836.

[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 610-617; Artículos, ed. de Enrique Rubio, Madrid, Cátedra, 1982, pp. 400-409; Artículos de costumbres, ed. Luis F. Díaz Larios, Madrid, Austral, 1998, pp. 469-478; Artículos políticos, ed. Jorge Campos, Madrid, Taurus, 1979, pp. 300-309; Artículos varios, ed. E. Correa Calderón, Madrid, Castalia, 1984, pp. 554-563; Artículos de costumbres, ed. José R. Lomba y Pedraja, Madrid, Espasa-Calpe, 1981, pp. 267-279; Artículos, ed. Carlos Seco Serrano, Barcelona, Planeta, 1981, pp. 570-577; Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 548-552.]
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